lunes, 1 de abril de 2013

EL SEÑOR CURA (4/5)




Una autoridad importante en el pueblo era D. Manuel, el cura. Era a la vez el párroco del pueblo y el capellán de la finca del duque de Alburquerque. Era muy campechano y de trato fácil, aunque mantenía la distancia propia de su cargo y de su rango. A los pocos días de abrir la Sucursal, acudió a saludarme, recordándome que era amigo de un empleado de la Central de la Caja de Madrid. Me contó un montón de historias sobre el pueblo y acabó diciéndome que eran buenas gentes. Gentes de fiar.
Un buen día, se presentó en la Oficina para invitarme a desayunar a su casa al día siguiente, porque era su cumpleaños. La cita era a las 9,30 de la mañana.

Llegué puntualmente a mi cita y salió a recibirme una señora de la que ya había oído hablar, la hermana de D. Manuel, Dª Sinda. En realidad se llamaba Hermosinda y el nombre no le cuadraba bien a la señora: era bastante fea. Quizás de ahí el diminutivo. Me hizo pasar a través de un largo pasillo, hacia la amplia cocina donde me estaba esperando D. Manuel. En la mesa había un par de platos, dos vasos de los de agua, vacíos, y unos buenos trozos de pan. Tras los saludos y felicitaciones, el cura ordenó a su hermana que nos pusiera algo de comer y de beber. La hermana abrió un par de latas de mejillones en escabeche y las puso en un plato grande en el centro de la mesa. También sacó una botella de vino de Moriles recién abierta y la depositó al lado. El desayuno estaba servido. “Coma lo que le apetezca” me decía el cura, mientras él atacaba con decisión a los mejillones y untaba grandes trozos de pan en la salsa. A su vez me sirvió un cuarto de vaso de vino de Moriles y el mismo hizo otro tanto.

El cura comía y bebía como un cosaco. A las 9,30 de la mañana y con un café en el cuerpo, que me había tomado al salir de mi casa, yo no era capaz de probar un mejillón y menos de echar un trago de vino de Moriles. Yo era más de café con leche y churros o croissant; pero no le podía hacer un feo al cura. Saqué fuerzas de flaqueza y comí dos o tres mejillones y sorbí un poquito de vino. Lo pasé francamente mal.

Cuando el cura acabó el resto de los mejillones y casi la totalidad de la botella de vino, nos despedimos amigablemente y volví a trabajo. El cura estaba feliz.

Coincidíamos de vez en cuando en el Jamaica, a la hora del aperitivo. Ahora recuerdo que, a los quince días de llegar a Algete, me inventé una úlcera de estómago que me permitía no tomar rondas de tinto; tomaba tónica o Fanta. Acabé aborreciendo estas bebidas, pero al menos volvía conduciendo a mi casa con más seguridad que los primeros días.

Una mañana, al llegar al pueblo, oí tañer las campanas con otro sonido que no conocía. Mi vecina de enfrente me informó al instante que tocaban “a muerto”: había fallecido D. Manuel, el cura.

Después de abrir la Oficina y resolver dos asuntos urgentes, me dirigí a la casa del cura para expresar mis condolencias a la hermana. Llamé a la puerta y me abrió una vecina del pueblo que lloraba desconsoladamente. “¡Pobre D. Manuel! ¿Quién lo iba a decir?”, repetía una y otra vez. Le pedí que avisara a Dª Sinda. Entretanto, me acomodó en una oscura y grande habitación, a la izquierda del pasillo que conducía a la cocina. Me ofreció un asiento y esperé la llegada de la hermana del cura. Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad de la habitación, ví  tendido sobre una mesa grande a D. Manuel. Allí estaba, de cuerpo presente, frente a mí a unos pasos de mi silla. Y Dª Sinda no llegaba nunca. Yo no sabía qué hacer.  La situación me parecía grotesca. Al cabo de un rato apareció, rodeada de otras vecinas, la hermana del cura. “¡Pobre D. Manuel!” clamaban todas. “¿Le ha visto Vd.?” me pregunto la hermana. Ya lo creo que le había visto, le tenía demasiado visto. En un momento dado, Dª Sinda deja de llorar automáticamente y me pregunta: “¿Ha desayunado Vd?, porque en la cocina tenemos puesto un desayuno para las visitas”. Decliné lo mejor que supe la invitación, le dí mi pésame y salí pitando de aquella casa. Otra nueva experiencia cultural.

Por el pueblo corrió la voz de que D. Manuel había muerto de cirrosis.

1 comentario:

Fernando Solera dijo...

Qué mal pensada es la gente. No sé cómo pudieron llegar a la conclusión de que murió de cirrosis ;-)

En menudas plazas te ha tocado torear, Armando.

Un abrazo.